domingo, 8 de julio de 2018

Domingo

"Y fue así como, incluso muerto encima de Babieca, el Cid infligió derrota y humillación al enemigo, porque indudablemente de su lado estaban la verdad y la justicia".
Domingo, un jovencito guineano negro como el tizón, escuchaba con ojos brillantes y gesto absorto la disertación que sobre el héroe español pronunciaba su maestro, un viejo misionero castellano que en sus clases trataba de inculcar en aquellos niños el amor por una patria lejana y absolutamente ajena a la cotidianeidad de su propio pueblo.
Tal fue el interés que despertaron en Domingo los relatos de aquellas legendarias batallas libradas por imponentes caballeros medievales en defensa de la gloria de su patria que, con el correr de los años, sintió absoluta identificación con aquella remota nación que únicamente conocía a través de fotografías, de breves semblanzas en sus libros de texto y de las emocionadas descripciones de los misioneros españoles.
La otra pasión de la infancia que absorbía el tiempo de Domingo era, por supuesto, el fútbol, ese noble deporte de contendientes que, en su imaginación, remedaba y trasladaba al presente de manera incruenta la epicidad de las batallas medievales que tanto enardecían su imaginación. Domingo, que a la sazón era un chico alto, fuerte y bien dotado técnicamente para el manejo del balón, destacó enseguida entre sus compañeros de juego, de modo que, entrando en la adolescencia, pasó a formar parte de un importante equipo juvenil de Malabo, la capital del país.
Sus descollantes actuaciones como delantero centro en ese equipo no pasaron desapercibidas a ojos de los cazatalentos, y con tan solo 16 años debutó en la primera categoría guineana, convirtiéndose en el máximo goleador de la liga en su primera temporada. Para él el fútbol no era ya una mera pasión de infancia, e incluso ni siquiera un medio de subsistencia, vía de escape a las acuciantes penurias económicas de su familia. Era mucho más que eso, en el fútbol veía encarnada la promesa de un futuro ligado a una patria lejana que sentía suya sin haberla nunca pisado.
Recién cumplida la mayoría de edad, Domingo fue convocado con la selección de Guinea Ecuatorial para disputar la Copa de África juvenil que se disputaba ese mismo año en Marruecos. El primero de los partidos lo disputaron en Tánger, y a Domingo se le encendió el corazón divisando desde sus playas los perfiles distantes y esmerilados de una patria que casi podía toca y oler, tan al alcance de su mano se hallaba.
Su participación en el torneo fue gloriosa, gracias a sus goles la modestísima selección guineana llegó hasta las semifinales de la Copa, donde nunca antes, y su nombre comenzó a ser nombrado y renombrado entre los ojeadores de numerosos clubes europeos, que veían en él un vasto potencial aún por pulir.
Y de esta manera le llegó la oferta que colmaba sus ansias y anhelos, la posibilidad de convertirse en futbolista profesional en la patria de sus sueños. Un club castellano, de colores blanquinegros y pasado glorioso, llamó a su puerta. El nombre de ese equipo no le era en modo alguno ajeno, no en vano lo había leído innumerables veces en sus gastados libros de texto: se trataba de la ciudad natal del Cid, su ídolo medieval de infancia.
No fue esa la única oferta que recibió, ni mucho menos la mejor, pero sí la que removió más profundamente sus emociones más intrincadas. No lo dudó, desechó la opción de recalar en clubes más importantes y renombrados y en una heladora mañana de diciembre aterrizó en España y llegó a la gélida ciudad castellana, de aspecto tan pétreo, medieval y pulcro que sobrecogió a Domingo por comparación respecto a lo que había conocido durante toda su vida en Guinea ecuatorial.
Fue ese el primer día que vio y tocó la nieve, tan blanca como la sonrisa que le dedicaba a todo aquel que saludó su llegada, nieve que no le pareció sino el producto de una magia que sólo podía darse en tierras bendecidas por la voluntad divina.
Con Domingo en sus filas y al albur de sus incontables goles, el club norteño resurgió de las cenizas de largos años de postración deportiva, llegando a la máxima categoría del fútbol español con él como máxima figura y exponente de una afición que lo acogió como si de un paisano más se tratase, dado su enraizado sentimiento castellano, que pocos acertaban a comprender de dónde le nacía.
Ya revelado como estrella incontestable del fútbol español, Domingo recibió la noticia de su primera convocatoria con la selección nacional española con estupor y emoción desbordada. No defraudó, camino del Mundial se hizo con galones de titular y fichó por uno de los grandes clubes nacionales, acreditando una progresión fulgurante e imparable que le situaron en el escalafón más alto del fútbol mundial.
Él, como lo había hecho desde niño, se imaginaba a sí mismo como un valiente e intrépido caballero medieval que, a lomos de su Babieca particular y blandiendo su brillante Tizona, derrotaba a todo enemigo que se le opusiera para mayor gloria de su tierra.
Y así fue como, en la final del Mundial, se alzó triunfante la figura del Cid guineano, marcando el gol que otorgaba la victoria a la patria que hizo suya por convicción y no por nacimiento, tal vez la mejor manera que existe de amar lo que uno considera como propio.