"Y
fue así como, incluso muerto encima de Babieca, el Cid infligió
derrota y humillación al enemigo, porque indudablemente de su lado
estaban la verdad y la justicia".
Domingo,
un jovencito guineano negro como el tizón, escuchaba con ojos
brillantes y gesto absorto la disertación que sobre el héroe
español pronunciaba su maestro, un viejo misionero castellano que en
sus clases trataba de inculcar en aquellos niños el amor por una
patria lejana y absolutamente ajena a la cotidianeidad de su propio
pueblo.
Tal
fue el interés que despertaron en Domingo los relatos de aquellas
legendarias batallas libradas por imponentes caballeros medievales en
defensa de la gloria de su patria que, con el correr de los años,
sintió absoluta identificación con aquella remota nación que
únicamente conocía a través de fotografías, de breves semblanzas
en sus libros de texto y de las emocionadas descripciones de los
misioneros españoles.
La
otra pasión de la infancia que absorbía el tiempo de Domingo era,
por supuesto, el fútbol, ese noble deporte de contendientes que, en
su imaginación, remedaba y trasladaba al presente de manera
incruenta la epicidad de las batallas medievales que tanto enardecían
su imaginación. Domingo, que a la sazón era un chico alto, fuerte y
bien dotado técnicamente para el manejo del balón, destacó
enseguida entre sus compañeros de juego, de modo que, entrando en la
adolescencia, pasó a formar parte de un importante equipo juvenil de
Malabo, la capital del país.
Sus
descollantes actuaciones como delantero centro en ese equipo no
pasaron desapercibidas a ojos de los cazatalentos, y con tan solo 16
años debutó en la primera categoría guineana, convirtiéndose en
el máximo goleador de la liga en su primera temporada. Para él el
fútbol no era ya una mera pasión de infancia, e incluso ni siquiera
un medio de subsistencia, vía de escape a las acuciantes penurias
económicas de su familia. Era mucho más que eso, en el fútbol
veía encarnada la promesa de un futuro ligado a una patria lejana
que sentía suya sin haberla nunca pisado.
Recién
cumplida la mayoría de edad, Domingo fue convocado con la selección
de Guinea Ecuatorial para disputar la Copa de África juvenil que se
disputaba ese mismo año en Marruecos. El primero de los partidos lo
disputaron en Tánger, y a Domingo se le encendió el corazón
divisando desde sus playas los perfiles distantes y esmerilados de
una patria que casi podía toca y oler, tan al alcance de su mano se
hallaba.
Su
participación en el torneo fue gloriosa, gracias a sus goles la
modestísima selección guineana llegó hasta las semifinales de la
Copa, donde nunca antes, y su nombre comenzó a ser nombrado y
renombrado entre los ojeadores de numerosos clubes europeos, que
veían en él un vasto potencial aún por pulir.
Y
de esta manera le llegó la oferta que colmaba sus ansias y anhelos,
la posibilidad de convertirse en futbolista profesional en la patria
de sus sueños. Un club castellano, de colores blanquinegros y pasado
glorioso, llamó a su puerta. El nombre de ese equipo no le era en
modo alguno ajeno, no en vano lo había leído innumerables veces en
sus gastados libros de texto: se trataba de la ciudad natal del Cid,
su ídolo medieval de infancia.
No
fue esa la única oferta que recibió, ni mucho menos la mejor, pero
sí la que removió más profundamente sus emociones más
intrincadas. No lo dudó, desechó la opción de recalar en clubes
más importantes y renombrados y en una heladora mañana de diciembre
aterrizó en España y llegó a la gélida ciudad castellana, de
aspecto tan pétreo, medieval y pulcro que sobrecogió a Domingo por
comparación respecto a lo que había conocido durante toda su vida
en Guinea ecuatorial.
Fue
ese el primer día que vio y tocó la nieve, tan blanca como la
sonrisa que le dedicaba a todo aquel que saludó su llegada, nieve
que no le pareció sino el producto de una magia que sólo podía
darse en tierras bendecidas por la voluntad divina.
Con
Domingo en sus filas y al albur de sus incontables goles, el club
norteño resurgió de las cenizas de largos años de postración
deportiva, llegando a la máxima categoría del fútbol español con
él como máxima figura y exponente de una afición que lo acogió
como si de un paisano más se tratase, dado su enraizado sentimiento
castellano, que pocos acertaban a comprender de dónde le nacía.
Ya
revelado como estrella incontestable del fútbol español, Domingo
recibió la noticia de su primera convocatoria con la selección
nacional española con estupor y emoción desbordada. No defraudó,
camino del Mundial se hizo con galones de titular y fichó por uno de
los grandes clubes nacionales, acreditando una progresión fulgurante
e imparable que le situaron en el escalafón más alto del fútbol
mundial.
Él,
como lo había hecho desde niño, se imaginaba a sí mismo como un
valiente e intrépido caballero medieval que, a lomos de su Babieca
particular y blandiendo su brillante Tizona, derrotaba a todo enemigo
que se le opusiera para mayor gloria de su tierra.
Y
así fue como, en la final del Mundial, se alzó triunfante la figura
del Cid guineano, marcando el gol que otorgaba la victoria a la
patria que hizo suya por convicción y no por nacimiento, tal vez la
mejor manera que existe de amar lo que uno considera como propio.
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